lunes, 19 de mayo de 2008

LA PERSISTENCIA DE LA MEMORIA

Brigitte Luis G. Baptiste-Ballera[1]

El desplazamiento forzado, además de la tragedia humanitaria que representa en el corto plazo, constituye un proceso de desarraigo que destruye la memoria colectiva sobre el territorio, un patrimonio cultural fundamental a la hora de afrontar el manejo ambiental del mismo. La construcción de un acervo de conocimiento sobre las particularidades regionales o locales del suelo, el agua, las plantas, los animales, la lluvia, las enfermedades, sus “contras” y los ciclos naturales es uno de los logros fundamentales de una sociedad, si no el más importante a la hora de plantear sus estrategias adaptativas y su proyecto cultural hacia la posteridad. Sólo la memoria intergeneracional, unida a un aprendizaje cotidiano y una experiencia del territorio y sus componentes, lleva a la producción de un sentido del lugar que define la posición de lo humano frente al resto de elementos del mundo, sean estos piedras, ríos, orquídeas, cucarrones o elementos del medio construido, licuadoras, celulares... Son los manglares de la memoria el sitio donde la dura extracción de conchas, las pujas y las quiebras, los pejesapos venenosos, la brisa, la canoa, las canciones, tienen lugar, donde importan y donde nosotros reconocemos esa importancia porque estamos allí. La repetición de las palabras de los abuelos, de los padres y de todo el colectivo nos permite contrastar los momentos por los que pasamos y por los que pasa el mundo, para hacerlo nuestro y así, extender amablemente nuestra mano hacia todo: Esa es la ecología del espíritu...

Reconocer el mundo a partir del desplazamiento del cuerpo y de la mente, representa un sentido del viaje que nada tiene que ver con el destierro y la ruptura de los vínculos entre las personas y su lugar de origen. Cuando nos desplazamos voluntariamente por el planeta, cuando viajamos con la imaginación y las palabras de los viejos o con los textos de una crónica, crecemos y crece nuestro territorio. El origen de arena, raudales, palmas, peces, jaguares, es un punto de referencia, una partida del largo viaje que implica la vida, unas coordenadas de la experiencia para definir dónde habito, cómo habito, con quién habito. Pero si el desplazamiento no es voluntario, el punto de partida es borrado violentamente y los referentes que hacen posible el aprendizaje se destruyen, o peor, se constituyen en cicatrices dolorosas, un territorio sin sentido.

La ruptura de los referentes territoriales lanza a las víctimas del desplazamiento a un vacío que los obligará a recurrir a sus habilidades básicas de supervivencia y a reconstruir lentamente una visión de su nuevo ambiente, que acaba por ser reducido a términos climáticos, físicos o biológicos empobrecidos, ajenos, para lo cual no cuentan con más datos que las generalizaciones que hayan podido hacer a partir del pasado. Un calentano en un semáforo descifrando la ventisca, la inexistencia de palabras de un llanero para referirse a las centenares de posibilidades de nombrar montaña, son una conquista obligada en el lenguaje, en el caminar, el vestirse, una nueva violencia implicada que solo amainará con el transcurso de las generaciones, cuando emerja nuevo conocimiento que, decantado con los pequeños detalles de esas experiencias, les sirva para sentirse a gusto, en un lugar, su lugar. De hecho, no han bastado quinientos años para borrar las huellas de la ocupación hispánica que, al reemplazar la historia y asimilar equívocamente los trópicos a sus referentes peninsulares, equivocó el ecosistema y con ello, destruyó las posibilidades de construir un proyecto ajustado a su potencialidad.

Para Colombia, país de la biodiversidad, donde la riqueza y diferencia de sus ecosistemas es probablemente lo que debería marcar la identidad nacional, esta pérdida de la memoria, ya no histórica, sino táctil, olfativa, auditiva, sensorial, y lo más importante, tejida colectivamente, equivale a reiniciar unas relaciones entre sociedad y naturaleza desde cero, o peor aún, con un saldo negativo derivado de la agresión con que los nuevos ocupantes tratan de acomodarse a referentes ambientales que son vistos como limitantes a la simpleza de su proyecto. La ciénaga no ha sido vista, el caimán no tiene lugar, hasta la lluvia es la enemiga.

La tradición del conocimiento ecológico es un tejido inconsciente del cual emergen comportamientos autorregulados, relaciones creativas, propuestas comunicativas y, por supuesto, la noción de tradición, no en su aspecto conservacionista o nostálgico, sino por el contrario, creativo, en la medida que permite trenzar nuevas historias, nuevas experiencias, nuevos viajes. Esta tradición, que a veces reducimos a un tema “folclórico”, está inscrita no sólo en las narraciones, las canciones, las creencias, sino en el mismo cuerpo de las personas: Un cuerpo que crece tocando el mundo, no volando sobre él. Un cuerpo que siente las hormigas y a veces se queja de ellas, que registra el vuelo del murciélago y se inclina para lanzar su atarraya, que tiene una relación genética y generativa con el mundo, porque es parte de él, su continuidad. Incluso, hoy día con la abstracción de la existencia que parece producir la Internet, es la continuidad física de la persona la que se desarrolla en otro ambiente y crecerá, en un nuevo viaje que no puede prescindir de origen. Por eso, la base de cualquier proyecto social sostenible es la persistencia de la memoria, que debe ser recuperada incluso fuera del territorio, porque sobrevive en los cuerpos y espíritus de la gente y siempre puede volver a germinar.
[1] Biólogo, MA, Profesor asistente Departamento de Ecología y Territorio, FEAR, Universidad Javeriana. Guillermo.baptiste@javeriana.edu.co

No hay comentarios: